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Jugar

Lo mejor de mi vida lo aprendí jugando. Apenas el juego se tornaba serio, la responsabilidad adormecía el entusiasmo, paralizando mi cuerpo y nublando mis pensamientos

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Solemos olvidar la importancia de jugar. Cuando alguien juega, los demás lo observan: algunos con entusiasmo, otros con curiosidad y, la mayoría, con envidia que simula a la nostalgia.

Lo mejor de mi vida lo aprendí jugando. Apenas el juego se tornaba serio, la responsabilidad adormecía el entusiasmo, paralizando mi cuerpo y nublando mis pensamientos. Recuerdo con alegría cuando jugaba a ser futbolista, a ser escritor, a tocar la guitarra, y siempre que la competencia irrumpía, la diversión era despojada de su fuente, olvidando el dulce juego de ser otro.

La escritura no se queda atrás; es una forma de jugar con las palabras, de encontrar la combinación más breve y perfecta. Sin duda, un entretenimiento en extinción, pero que aún resulta atractivo para las personas curiosas. No obstante, cuando esta dinámica es sometida por la academia y las editoriales, así como a los medios de apropiación intelectual, el escritor termina odiándose a sí mismo. De tal forma, lo que alguna vez iluminó la cotidianidad se transforma en una de las infinitas variables dignas de ser maldecidas, ya que todo lo que toca este sistema económico lo convierte en trabajo, es decir, la peor broma creada por el ser humano.

Hermann Hesse escribió que aprendió a reír jugando, y si bien aún procuro dicha actividad con juegos de mesa y desde la quietud de la soledad, suelo sonreír cuando reflexiono sobre el juego como una forma de hacer trampa al régimen invisible de simulación que transitamos.

Nunca estuve más cerca del amor que cuando se disfrazó de ocio, ese que es enriquecido con la emoción que transita por el cuerpo justo antes de comenzar a jugar.

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